Waqay Vida - Tiempo de sufrimiento
- En Portada muestra las heridas aún abiertas de la sociedad peruana casi 20 años después del fin del conflicto interno
- Lurgio Gavilán, que combatió en las filas de Sendero Luminoso y del ejército, nos cuenta como lo vivió como “soldado desconocido”
Ficha técnica
Título: El Sendero de Lurgio (Todos los públicos)
Guion: Yolanda Sobero
Realización: Mariano Rodrigo
Imagen y Sonido: José Luis de la Torre/Ignacio Villanueva
Montaje: Cristina Tafur
Producción: Ana Pastor y Lourdes Calvo
Producción ejecutiva: Arturo Cifuentes
Subdirección: Susana Jiménez
Dirección: José A. Guardiola
Lurgio Gavilán es un superviviente. Un superviviente que luchó en los dos lados enfrentados. Un superviviente de toda la muerte que lo rodeó. Un superviviente de sus propias heridas y de sus vacíos. Pero, además, Lurgio es también un hombre herido, una de las decenas de miles de víctimas del conflicto más sangriento de la República del Perú.
El dolor, la guerra de Lurgio comienza con la muerte de su madre. Con doce años decide unirse a Sendero Luminoso, no por un ideal político, sino en busca de su hermano, que lo cuida hasta que se unió a la bandera roja. Sus mejores recuerdos están ligados a personas que, de una forma u otra, le dan cariño, lo salvan, palían esa ausencia primera: su hermano Rubén, su camarada Rosaura, el teniente Shogún.
Cuando Sendero Luminoso y el Ejército son parte de su pasado, traza sus recuerdos en el papel, quizás como una forma de catarsis. No piensa en publicarlos, no cuida su estilo, solo sus recuerdos. Tal vez se le pasa por la cabeza destruir aquellos papeles, pero siente que sería como romper con lo que más quiso, con los que se sintió más unido.
Más tarde, alguien lo anima a publicarlos. Sus páginas se reescriben, se quitan algunas cosas, otras se incluyen. Se cambian o desaparecen algunos nombres. El resultado es Memorias de un soldado desconocido.
"Estábamos para morir"
Al atardecer, Lurgio nos habla de lo que apenas apunta en su libro: “Solo quería recordar, quería recordar lo que pasó, en lo que he participado, en las quemas de las casas, en los asesinatos, que formaban parte de las órdenes y éstas se cumplían sin llanto ni murmuraciones, ‘estábamos a la orden’, estábamos para morir. Cuesta mucho hablar, expresarlo. La dura vida que me tocó vivir me enseñó a ‘cállate, cállate’, ‘no hables de estos o aquellos sentimientos, de estos llantos’. Nunca debías llorar en el ejército, ni tampoco en la otra parte, en Sendero. Así te van moldeando, te van formando. Creo me moldearon también esa voz, para no ser sensible, quizás para no tener sentimientos, quizás".
"Pero yo busco la soledad para llorar, para recordar a mi Rosaura, para recordar a mi hermano, para recordar a mi madre, para recordar tantas cosas. El hombre puede hacer tantas cosas…. Cómo expresar este dolor tan grande que uno lleva en el alma. A veces uno siente que carga con toda una mochila de culpabilidad y siente una total impotencia para decir esto. Hay que tener mucho, mucho valor para hablar, para no silenciar, para no callar, para hablar en voz alta de estas historias. La mayoría de las historias que hemos vivido están en silencio".
Memorias de un soldado desconocido mereció un elogioso artículo de Mario Vargas Llosa, en el que subraya que “acaso sea todavía más notable que, después de haber experimentado el horror por tantos años, haya salido de él sin sombra de amargura, limpio de corazón, y haya podido dar un testimonio tan persuasivo y tan lúcido de un período que despierta aún grandes pasiones en Perú” (El País, 16 de diciembre 2012)
Vargas Llosa, que ha hecho un guion para llevar la vida de Lurgio al cine, considera que Memorias de un soldado desconocido debería ser lectura obligada para “todos esos jóvenes que todavía creen que la verdadera justicia está en la punta de un fusil”.
La noche cae sobre el patio de la Higuera, en la sede histórica de la Universidad de San Cristóbal de Huamanga, fundada en el siglo XVI y segunda del Virreinato del Perú. Universidad en la que, antes de nacer Lurgio, impartió clases de filosofía un joven profesor llamado Abimael Guzmán.
“Decían que era buena gente, un buen hombre que zurcía las camisas de sus alumnos. ¿Cómo se convierte en un monstruo? Abimael nos llevo a un callejón sin salida, nos llevó a esta miseria humana”, nos comenta Lurgio. Ahora él enseña Antropología en estas aulas y es consciente que, pasados ya más veinte años, aquella violencia es “un tema muy sensible. Uno puede terminar en la cárcel, juzgado. En las universidades no se habla, no hay un curso que te enseñe sobre la memoria y la violencia. Cuesta mucho hablar. Recién empezamos a hablar un poco ahora”.
Las heridas no están cerradas. Las suyas, tampoco.