Anna Bosch
Me llevé un chasco tremendo el día que una compañera del colegio me dijo que si llevabas gafas no podía ser azafata. Debía de ser finales de los años 60 o principios de los 70, y en aquella España para una niña de clase obrera (así se decía entonces) la única profesión para una mujer que quería conocer mundo era la de azafata. Volar como pasajero era un privilegio, de ricos. Cuando mi padre lo hacía por trabajo disfrutaba yendo con mi madre y mi hermano a despedirlo al Prat, y ver los aviones despegar desde la terraza del bar. Entonces los aeropuertos eran como las estaciones de autobús de hoy. O menos.
-"¿En alemán?
-Zimmer
-¿En francés?
-Chambres
-¿En inglés?
-Rooms…"
Así jugaba con mi hermano en los atascos cuando algún fin de semana íbamos a la Costa Brava. Nos entreteníamos con los carteles de los hostales. Con doce años convencí a mis padres para que me dejaran pasar un mes en casa de los abuelos de mi mejor amiga, en Camas (Sevilla). Con catorce me ofrecí de canguro a unos amigos de mis padres que se iban a escalar a los Alpes, ¡a Francia! Con dieciséis me fui a casa de la familia de Génova que habíamos conocido el año anterior en el cámping. Con dieciocho, ya mayor de edad, me fui con dos amigas, y el poco dinero ganado con clases particulares, tres días ¡a París! La primera noche, en un albergue; la segunda, en el coche de unos recién conocidos (que eran del mismo barrio de Barcelona) y la tercera, pidiendo asilo en una comisaría. Aquel verano me fui de fille au pair (canguro) con una familia francesa.
Con el tiempo y gracias a tve: mudanzas a Madrid, Lyon, Moscú, Washington, Londres y Madrid. No sé si tenía vocación de periodista, pero ansiaba conocer mundo, entendía los idiomas como puentes y me gustaba observar y escribir. Contar. Y aquí estoy.