Las otras Inés Suárez que conquistaron América
- La valiente Inés Suárez, Inés del alma mía, no fue la única española que embarcó en una aventura extraordinaria
- Recuperamos otras cinco mujeres que hicieron historia: almirantes implacables, virreinas por un día...
- Ana Francisca de Borja expulsó a los piratas y Catalina de Erauso fue monja alférez, trans y lesbiana
- Primer capítulo de Inés del alma mía | Segundo capítulo esta noche a las 22:10h en La 1
Inés Suárez de Plasencia cruzó el Atlántico en busca de su marido y terminó desempeñando un rol fundamental en la conquista de Chile. La historia de su vida, rescatada por Isabel Allende y relatada en la ficción Inés del alma mía, está llena de sucesos y hazañas excepcionales que sorprenden, especialmente, considerando el papel que la sociedad del siglo XVI reservaba para las mujeres: maternidad o castidad; servicio a la Iglesia, el padre o el marido.
Sin embargo, y aunque apenas oigamos hablar de las mujeres que participaron activamente en este período histórico, en América hubo más de una Inés. Aunque su nombre suene menos que el de Cristóbal Colón, Hernán Cortés o Francisco Pizarro, hubo virreinas como María Álvarez de Toledo y Rojas; gobernadoras, como Ana Francisca de Borja o María Arias de Peñalosa, guerreras de vida libre y temeraria como Catalina de Erauso, monja transexual y lesbiana, y una única almiranta: Isabel Barreto, tan temida por su palabra como por su machete.
Carlos B. Vega, que recuperó varias de estas figuras en su volumen Conquistadoras: Mujeres Heroicas de la conquista de América, destaca algo que resuena plenamente con la vida de Inés Suárez: "Quitando a una, quizás a dos, ninguna de estas mujeres buscó gloria o fama ni les interesó. Vinieron a América siguiendo a sus maridos y por un afán de mantener viva la unión, pero el destino les tenía reservada una sorpresa". Esta es la historia de algunas de ellas.
Ana Francisca de Borja, la gobernadora que detuvo a los piratas
Ciento treinta años después del paso de Inés Suárez por Cuzco, el Perú tuvo a su primera mujer gobernadora. Fue Ana Francisca de Borja, que ocupó el cargo cuando su marido, virrey de esas tierras, tuvo que ausentarse de la capital. Aunque lo hizo de pleno derecho, porque así lo disponía la legislación vigente, su autoridad fue puesta en duda por algunos ciudadanos varones, que tuvieron que callar al presenciar su buena gestión del gobierno. Este fue el caso del virrey Pedro Antonio Fernández de Castro, que al enterarse habría gritado que "la mujer sólo reunía condiciones para gobernar doce gallinas y un gallo".
Su hazaña más llamativa tuvo lugar en 1668, cuando el pirata Henry Morgan quiso aprovechar la ausencia del virrey para saquear Portobelo, el centro comercial de Panamá en la época de las colonias. Fue Ana Francisca quien planeó el ataque militar contra los piratas y la defensa preventiva de otros lugares estratégicos. Y lo hizo con tanto éxito que demostró a sus coetaneos la valía de su sexo.
En el cuento del peruano Ricardo Palma, Crónica de la época de mando de una virreina (1872), su figura queda satíricamente vindicada: "¡Disparate! Tal afirmación no puede rezar con doña Ana de Borja y Aragón que, como ustedes verán, fue una de las infinitas excepciones de la regia. Mujeres conozco yo capaces de gobernar veinticuatro gallinas... y hasta dos gallos".
Además, la describe así: "Era doña Ana, en su época de mando, dama de veintinueve años, de gallardo cuerpo, aunque de rostro poco agraciado. Vestía con esplendidez y nunca se la vio en público sino cubierta de brillantes. De su carácter dicen que era en extremo soberbio y dominador, y que vivía muy infatuada con su abolorio y pergaminos. ¡Ahora digan ustedes si no fue mucho hombre la mujer que gobernó el Perú!"
La desventurada Beatriz de la Cueva
Ella misma firmó con el epeíteto "La Sin Ventura, doña Beatriz" el acta que la nombraba gobernadora de Guatamala. Fue un cargo interino, en realidad, el que juró tras morir su marido, pero es importante para la Historia porque fue la primera mujer de la época colonial que llegó a ostentar legalmente y de pleno derecho un puesto gubernamental. Se consideraba desventurada porque la reciente viudedad la había dejado muy apenada; el apodo, sin embargo, terminaría por probarse profético.
Y es que Beatriz de la Cueva estuvo en el poder un sólo día completo: el 10 de septiembre de 1541. El día 9 firmaba los papeles, y la noche del 10 de septiembre acontecía una terrible tormenta. Al día siguiente, el 11 de septiembre, un terremoto terminaba de inundar las tierras circundantes y daba muerte a Beatriz, que había acudido a rezar a una capilla con sus damas de compañía y quedaría sepultada bajo las ruinas.
María de Toledo, la virreina que defendió a los indígenas
María Álvarez de Toledo y Rojas fue la mujer de Diego Colón, el primer hijo de Cristóbal Colón. De todas las mujeres que pasaron a América, generalmente de orígen humilde, ella era la de más alta cuna: esposa del virrey y almirante de Indias y, además, sobrina-nieta de los reyes católicos. No dudó en dejar atrás la vida cómoda de la que disfrutaba en España para viajar junto a su marido y de ella se dice que, como Inés, expresó una dualidad de carácter que fue habitual en las españolas del Nuevo Mundo: por un lado, ejerció las labores de madre, esposa y cuidadora de los débiles como una "señora prudentísima y muy virtuosa"; por otro, "supo mantener su posición y autoridad en todas las duras pruebas que la confrontaron" y cumplir las competencias reservadas hasta entonces a los hombres.
Cuando su marido se ausentó del territorio, ella se hizo cargo del gobierno del virreinato: entre 1515 y 1520 tomó decisiones que, según Juan Francisco de Maura, la convirtieron en "una defensora de las libertades de los indios que vivían en aquellas islas", orientadas a mejorar sus condiciones de vida y, de este modo, ganarse su favor: fundó escuelas para niñas mestizas a indígenas y ordenó infraestructuras en Santo Domingo.
Pero, sobre todo, se la recuerda los sucesivos pleitos que tuvo que entablar para que su marido pudiese heredar los privilegios de Cistóbal Colón y para, una vez muerto su marido —que falleció camino a la boda del emperador Carlos V—, asegurar el futuro de sus siete hijos.
Isabel Barreto, la almiranta implacable
"Señor, matadlo o hacedlo matar... y si no, lo haré yo con este machete" es una de las amenazas que se atribuyen a Isabel Barreto, la única almiranta de la Hispanidad. En realidad, la historia de las mujeres que participaron como navegantas en las expediciones por mar merecería toda una pieza; aunque su presencia en los barcos fuese evitada por supersticiones de mala suerte, fueron varias las españolas que formaron parte de una tripulación.
En el caso de Isabel fue tras enviudar, en 1595, cuando partió del Perú en busca de las islas Salomón. A diferencia de otras, ella sí había proyectado junto a su marido un futuro ideal de oro y riquezas que habría de seguir buscando en latinoamérica, atraida, como Juan de Málaga en Inés del alma mía, por el ideal de 'El Dorado'. Se ganaría los títulos de almiranta, gobernadora de Santa Cruz y adelantada de las islas de Poniente, y en el registro del cronista Pedro Fernández de Quirós queda retratada por su fuerza y carácter.
"Varonil, autoritaria, indómita, impondrá su voluntad despótica a todos los que están bajo su mando", anticipaba el portugués antes de su viaje a Manila, describiendo a una temible mujer. "Apenas había día que no echasen a la mar uno o dos cadáveres, y día hubo de tres y de cuatro".
Catalina (Antonio) de Erauso, la monja Alférez
La conocemos gracias a sus memorias y a la obra teatral de Juan Pérez de Montalbán: La monja Alférez. Su nombre era Catalina de Erauso, nacida en 1585 como la menor de seis hermanos. Por esta condición internó en el convento, pero ya entonces era una joven rebelde: trasladada y maltratada por las monjas, huyó a los quince años y comenzaron sus aventuras. Primero en España, donde se vistió como un hombre, apedreó a quienes se burlaban de ella y, cuando salió de prisión por estas agresiones, saqueó un galeón que llegaba cargado de oro y plata para poder marcharse rumbo a América.
Catalina terminó en Perú, donde encadenó diversas trifulcas relacionadas con su ludopatía y fue encarcelada varias veces. Lesbiana, como ella misma deja claro en su autobiografía, perdió su trabajo por un lío con la sobrina del jefe; arruinada, se alistó para luchar contra los mapuches en el sur de Chile. Disfrazada de hombre, fue una guerrera tan tenaz que la ascendieron a Alférez, pero asesinó a dos oficiales y tuvo que huir a Tucumán. Esta prófuga de la justicia se prometió en casamiento con dos mujeres distintas, pero de ellas también tuvo que escaparse.
El golpe de efecto de la historia de Catalina es que, la última vez que fue condenada a muerte, y cuando estaba a punto de ser ejecutada, lo que la salvó fue confesar que era una mujer: se lo dijo al obispo y esta historia la hizo tan famosa que pidieron entrevistarse con ella el virrey y el arzobispo de Lima. En España, llegó a ser recibida por el rey Felipe IV hasta que, finalmente, el papa Urbano VIII en persona le concedió permiso para seguir vistiendo como un hombre y firmando con su nombre elegido: Antonio de Erauso.
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