Pollo con salsa de cacahuete: una reflexión sobre la comida migrante
- La periodista Lucía Asué Mbomío reflexiona sobre un plato guineano que se preparaba en su casa
- "Éramos de cocido los sábados y de okra los domingos, de tortilla de patatas y pescado asado con plátano y picante. De puertas para dentro vivíamos Guinea y España, de puertas hacia fuera, estábamos solo en España"
- Conseguir los ingredientes necesarios para elaborar los platos suponía una odisea y esos sabores y olores eran mirados con extrañeza y hasta rechazo
Aunque me despertara despistada, de pequeña sabía que era fin de semana por cómo olía a cacahuete tostado. Toda la casa se impregnaba de ese aroma y también de la actividad y la energía que había en la cocina. Era contagioso, de modo que me levantaba de la cama casi corriendo, dejando las sábanas mitad revueltas, mitad en el suelo. Ni siquiera iba al baño, mi primera parada era aquel punto del cual emanaba la fragancia de mi tierra. De mi otra tierra.
“Sabía que era fin de semana por cómo olía a cacahuete tostado. “
Teníamos una puerta corredera y la abría con furia, entonces, los sonidos de la cocina se amplificaban y la radio, que en mi casa se escuchaba a todas horas, se oía más clara. “Radio 5, todo noticias” o música centroafricana, ruidos metálicos de cazuelas y, de fondo, una especie de ronroneo de cadencia constante. Era mi padre moliendo el cacahuete con una botella vacía de vino.
“Mi primera parada era aquel punto del cual emanaba la fragancia de mi tierra. De mi otra tierra. “
Siempre era la misma, como si nada pudiera alterarse en ese ritual gastronómico. Para mi padre era una forma de matar la nostalgia desde el estómago y también de mostrarnos a las siguientes generaciones, la de los guineoecuatorianos nacidos en España, la de los españoles guineoecuatorianos, la de los hijos del camino, que tenemos dos culturas (o más) y que ambas hacen parada obligatoria en las papilas gustativas.
“Mi padre molía el cacahuete con una botella vacía de vino. “
Mientras él continuaba con su coreografía impetuosa al principio y delicada en cuanto los cacahuetes empezaban a convertirse en crema, mi madre, castellana, de un pueblo mesetario y de inviernos rigurosos situado a 6325 Km del de mi padre, tostaba aquellos cacahuetes en la sartén, hasta que adquirían un tono marrón oscuro. En cuanto estaban en su punto, se los pasaba. Después, procedía a cortar la cebolla, el tomate y el ajo.
Estar ahí me abría tanto el apetito que no podía dejar de picar a escondidas, aprovechando que la “cadena de montaje” proseguía su ritmo.
"Para un poco, hija, que luego tendrás la tripa llena y no querrás comer", me decía mi madre sin parar de mirar la fuente en la que estaba salpimentando el pollo despiezado y evidenciando que mis intentos de que no me pillaran sustrayendo el ingrediente principal del plato habían sido infructuosos.
“Estar ahí me abría tanto el apetito que no podía dejar de picar a escondidas. “
Yo asentía con las manos en los bolsillos tratando de ocultar mi botín.
Mi madre reía sin parar de cocinar. Le echaba aceite a la sartén y cuando estaba caliente, freía la carne. Antes preparaban el plato con gallina, sin embargo yo prefería la textura del pollo. Una vez estaba en su punto, lo colocaba en una olla y le añadía todas las hortalizas que había picado previamente, sumándole un par de pastillas de caldo de ave y un poco de agua.
Para entonces, mi padre, ya estaba terminando de moler.
“Aquellos manís no tenían nada que ver con los que ponían como aperitivo en los bares del barrio. “
La verdad es que aquellos manís no tenían nada que ver con los que ponían como aperitivo en los bares del barrio. Eran pequeñitos y muy sabrosos. Los conseguían de dos formas: la vía fácil era recibirlos como presente de algún pariente o amigo que viniera a comer a casa. La otra opción requería ir desde el Sur de Madrid al aeropuerto, a sabiendas de que algún familiar de Guinea le había dado a alguien que venía a España comida para que nos la entregara en Barajas. Aquellas excursiones resultaban una excelente oportunidad para abastecer la despensa, reencontrarse con otros paisanos y lograr que los niños socializáramos con chavales “como nosotros”, en una época en la que se veía a tan pocos negros por la calle que nos señalaban.
“Los conseguían de dos formas: como presente de algún pariente o porque algún familiar de Guinea se lo había dado a alguien que venía a España“
A ninguno nos sorprendían los alimentos que traían esos recién llegados en sus maletas: atangas, piñas, cocos, envueltos de calabaza, pescado salado… Los habíamos visto y saboreado millones de veces en casa. Éramos de cocido los sábados y de okra los domingos, de tortilla de patatas y pescado asado con plátano y picante. De puertas para dentro vivíamos Guinea y España, de puertas hacia fuera, estábamos solo en España. Era una frontera endeble a nuestros ojos, infranqueable para quienes no tenían la costumbre de sentir y vivir en dos mundos con naturalidad, sin tener que escoger, solo siendo. Y en el ámbito gastronómico también se notaba.
“Éramos de cocido los sábados y de okra los domingos, de tortilla de patatas y pescado asado con plátano y picante. “
No era raro que mis amigas vinieran a jugar a casa o a hacer los deberes y preguntaran, con el ceño fruncido y la nariz arrugada, por el olor que salía de la cocina. A mí me ofendía, me dolía y me avergonzaba.
–Huele raro– me comentaban.
–Es el cacahuete tostándose– contestaba yo con mirada inexpresiva
–¿Y para qué tostáis cacahuetes?– insistían.
–Para hacer un plato riquísimo, si queréis después lo probáis, os va a encantar.
–¡Qué va, tía, yo paso!– zanjaban.
Y yo rabiaba y muy dentro, sentía lástima porque estaban perdiendo la oportunidad de descubrir un manjar.
¡Peor para vosotras! mascullaba entre dientes, al tiempo que continuaba caminando por el pasillo, acompañada por ellas, hasta que llegábamos a mi cuarto. Jugando, supongo, se me pasaba el enfado.
“De puertas para dentro vivíamos Guinea y España, de puertas hacia fuera, estábamos solo en España. “
Cuando todos los ingredientes se habían mezclado bien en la olla, no sabría decir durante cuántos minutos, quizá seis canciones de Maelé u ocho boletines informativos después, mis padres le echaban la crema resultante del proceso de la molienda, poco a poco, hasta adquirir la consistencia deseada. Ni muy espesa ni muy acuosa.
Lo servían, lo sirven todavía, con arroz y con plátano.
Ahora ya no hace falta ir al aeropuerto para conseguir cacahuetes. Madrid ha cambiado y resulta mucho más sencillo adquirir ingredientes de muchos lados, además, ya hay restaurantes de lugares distantes en el globo terráqueo. Imagino que, en la actualidad, mis amigas de infancia, se morirían por probarlo.