Brown, el libro abierto con los renglones torcidos
- El primer ministro genera una desconfianza patológica en sus ciudadanos
- Ex ministro de Economía de Blair, lleva tres tortuosos años en el poder
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"Soy un libro abierto. Si la gente tiene preguntas que hacerme, yo las responderé".
Estas palabras de Gordon Brown para justificar su lacrimógena e inusual entrevista televisiva en una cadena privada hace un par de meses se convirtieron el pasado 28 de abril en una suerte de epitafio político.
Primero, porque su conversación con la viuda laborista Gillian Duffy y posterior crítica con su asesora cuando pensaba que nadie le estaba escuchando demuestran que el primer ministro es todo menos un libro abierto.
Y segundo -y quizá más significativo-: que por muchas preguntas que la gente le haga, eso no significa que las responda, o que las responda de una manera convincente, como las cuestiones sobre la alta inmigración en su ciudad que le planteaba Duffy.
El mismo día del incidente y después de haber mostrado su hundimiento en una entrevista en directo, Brown acudió a la casa de la mujer a disculparse y, como él mismo dijo, a hacer "penitencia".
Estudiante prodigio
De repente, en uno de los puntos más críticos de su vida política, Brown volvía a ser el hijo del pastor protestante escocés que quiere expiar sus pecados.
Ya entonces, el joven Gordon se caracterizaba por ser una persona tímida e intelectualmente destacable, un desequilibrio que le ha costado caro en sus 27 años de trayectoria política.
Tras ser el alumno británico más joven en entrar en la Universidad -con 16 años- desde la II Guerra Mundial, Gordon consiguió pronto reconocimiento en ese ámbito, hasta el punto de ser elegido presidente del órgano de gobierno de la Universidad de Edimburgo, el primer estudiante en acceder al cargo.
Aunque pasó un tiempo como profesor universitario y -curiosamente- periodista de televisión, para el año 83 Brown ya era diputado laborista.
Pasó poco tiempo antes de que formase 'camarilla' con otros dos personajes que han hecho historia en el Nuevo Laborismo: Tony Blair, su bastión de proa, y Peter Mandelson, su hombre en la sombra.
Los tres coincidían en que el partido tenía que renovar sus ideas, huyendo de la égida de los sindicatos que lo crearon y del discurso meramente obrerista.
La derrota de Neil Kinnock contra todo pronóstico en 1992 frente a John Mayor y la sorpresiva muerte de su sustituto, John Smith, les dio la oportunidad de hacer historia.
La oportunidad perdida
El favorito para sucederle era Brown, su portavoz de Economía, pero entonces el intrigante Mandelson -hasta ese momento su mano derecha- le hizo la jugada de su vida: apoyó públicamente a Blair al considerar -no sin razón- que era el mejor candidato.
Inteligente o cobarde, Brown decidió dejarle paso a Blair, a pesar de que ya entonces consideraba que él era el más adecuado para ocupar Downing Street.
La victoria arrasadora en las elecciones de 1997 sería el comienzo de una década de tensiones internas dentro del Gobierno laborista.
Los ministros siempre se dividirían entre los partidarios de Brown y Blair, hasta el punto de que el ahora primer ministro se convirtió en el canciller del Tesoro con más poder desde hacía décadas.
Desplazado o ignorado en decisiones como la participación en la guerra de Irak, Brown cultivó una imagen diferenciada de su teórico jefe, hasta el punto que, tras la tercera victoria electoral de Blair se desataron las especulaciones sobre un posible golpe de Estado dentro del Gobierno laborista.
Lo cierto es que ambos líderes tenían el compromiso de que cuando Blair se fuera ascendería a Brown a Downing Street y le daría todo su apoyo, tal y como fue en 2007.
Verano de esplendor y la duda que le perdió
Logrado por fin su sueño con trece años de retraso, el nuevo líder laborista prometió una nueva era de "principios" en la política para diferenciarse del legado de Blair.
Durante un cálido verano y gracias a su actuación contra unas inundaciones, Brown vivió una luna de miel con la opinión pública, pero sus propias debilidades le condenaron.
La falta de decisión que tuvo al no luchar por el liderazgo del Laborismo en 1994 se repitió a la hora de plantear la posibilidad de unas elecciones anticipadas para sellar en las urnas su liderazgo, de lo que se echaría a tras al ver el despegue de los conservadores en las encuestas.
Ese tacticismo -que en realidad fue el mismo que le llevó al poder tras diez años presionando a Blair para que se fuera- le condenó ante la opinión pública.
La fuerte crisis económica mundial, que se ha notado especialmente en Reino Unido, y el escándalo de los gastos de los parlamentarios, hicieron el resto.
¿Ave Fénix?
Los laboristas obtuvieron mínimos históricos en las elecciones municipales y europeas del pasado año y los movimientos que antes lideraba Brown contra Blair se volvieron contra él mismo.
Todos han fracasado y Brown ha conseguido que la distancia baje de los diez puntos, clave para que los tories no consigan mayoría, pero insuficiente para seguir en Downing Street.
Buena parte de la culpa la tiene, paradójicamente, el mismo que le traicionó, Lord Mandelson, que ahora dirige su campaña y, probablemente, espera dirigir su sucesión si se consuma con la caída de Brown la defunción del Nuevo Laborismo.